Filosofía


El uso y abuso de las palabras en boca y manos de sus hablantes produce resultados curiosos. Cuando, en la próxima glaciación, abordemos aquí el empleo de los eufemismos, podremos observar cómo algunos significados malditos contagian sin remedio su podredumbre a las palabras obligadas a llevarlos a cuestas, de modo que éstas deben ser reemplazadas por otras vírgenes e incólumes, que no tardarán en corromperse en cuanto el ciclo se repita. Sin embargo, en ocasiones ocurre el proceso contrario: hay significados que encontramos tan admirables y maravillosos, capaces de trasladarnos a un mundo mágico, armónico y caleidoscópico, que nos desgarra el ansia de encontrar una palabra a la que adjudicárselos. Y si bien dichas palabras ya existen, están ausentes del habla común o carecen de fuerza expresiva a nuestros oídos, de manera que nos aferramos al término que algún gurú de la modernidad imponga como moda, y le embutimos esas connotaciones adorables de las que carecía. No obstante, como esa palabra no ha perdido su significado original, acaba por estallar una agria contienda entre los puristas que exigen mantenerlo y desprecian el nuevo como incorrecto, y los innovadores que le asignaron este último e incluso sostienen que es el que tuvo desde siempre. Uno de los ejemplos más habituales de esta época tan preocupada por los derechos humanos es la omnipresente tolerancia, que empleamos hasta la náusea con el sentido que en cada momento se nos antoja apropiado. A despecho de lo que realmente significa esta palabra, y que pueden entrever en los prospectos de los antibióticos, se la ha adornado de las más excelsas virtudes, hasta el punto de que el diccionario ha acabado por aprobarlas y sancionarlas. En cada ensayo filosófico, columna periodística o redacción escolar, la tolerancia avanza un paso hacia la fusión con el respeto a los demás, aceptación de las diferencias, integración de los recién llegados, generosidad con las costumbres ajenas, filantropía de comedor social, y la comunión de las almas en la fraternidad universal. La pregunta pertinente no es si esta confusión va a continuar, que mucho nos tememos que es irreversible, a la espera de que por alguna nueva moda la tolerancia pierda sus edulcorantes añadidos, se vuelva repulsiva y recupere su significado original, o incluso adquiera uno peor. Difícil de predecir es: siempre en movimiento está el lenguaje. El quid de la cuestión radica en aclarar hasta dónde debe seguir la confusión: ¿tolerar es sinónimo de ignorar, que cada cual se atrinchere en su casa y viva ajeno al ajeno a su cultura, o equivale a integrarse con los demás, invitarles a tomar café en tu casa y acudir a la hora del té a la suya? ¿Se respeta a los vecinos prohibiendo cualquier manifestación cultural y religiosa para no ofender a quien no las comparte, o deben todas las partes tolerar las costumbres de los demás? A la par de la glorificación de la tolerancia, la intolerancia se ha teñido de colores odiosos y convertido en sinónimo de fanatismo totalitario y violento, hasta el punto de que no la empleamos ni siquiera al mencionar lo que nos parece aborrecible, sea la explotación sexual, las agresiones a los árbitros o fumar en los restaurantes. Para ello se ha creado a partir de la palabra agraciada un eufemismo tan preciso y precioso, ejemplo sublime de negación positiva, que recurriremos a él para formular la pregunta clave: ¿cuál es el límite de la tolerancia, y cuándo se convierte en renuncia a lo más propio, e incluso en sumisión ante la tolerancia cero ajena? Veamos si la etimología nos ayuda a resolver el problema.

 

La palabra tolerancia procede del latín tolerantia, que entre los romanos tenía un significado muy sencillo: aguante. La tolerancia, la virtud del tolerante, era la capacidad de soportar los fastidios y penalidades de la vida sin dejarse aplastar por ellos, pero al mismo tiempo sin aprobarlos. La tolerancia originaria equivalía a aceptación en el sentido de reconocer que las desgracias y molestias existen, y que es imposible evitarlas y estúpido ignorarlas, pero no que debían existir, salvo en cuanto sirvieran para fortalecer la tenacidad del tolerante. Se asimila por tanto a la constancia, en la medida en que supone perseverar en la adversidad, encajar los golpes del destino y seguir adelante sin desmayo. Es señal de energía y fortaleza de espíritu, y por ello era muy apreciada por la viril mentalidad de la Roma clásica, que ni en las situaciones más angustiosas se daba definitivamente por rendida, y con firme determinación se preparaba a conciencia para una nueva oportunidad, cuyo éxito dejaba incluso a cargo de la siguiente generación. Un buen ejemplo de hombre tolerante era el legionario romano: cuantos más azotes recibía con la vara de sarmiento de su centurión, cuantas más millas caminaba con su pesado equipo a cuestas, cuantos más fosos cavaba al atardecer antes de levantar la empalizada y montar el campamento, cuantas más veces se entrenaba en repetir las maniobras y acuchillar al enemigo, con más dureza se curtía su cuerpo y mejor se adiestraba su mente para la matanza que seguía al combate. Dice Kofi Annan que “la tolerancia es una virtud que hace la paz posible”. Los romanos estaban plenamente de acuerdo, pero en el mismo sentido que si vis pacem, para bellum: si quieres la paz, prepara la guerra.

 

La tolerancia se remonta a la raíz indoeuropea tel- o tela-, cuyo primitivo significado parece haber sido “llevar o portar algo”, fuera un venado recién cazado, un cesto repleto de bayas y semillas, o el ajuar doméstico en las migraciones. Sin embargo, nuestra raíz pronto se encontró con que debía competir con otras de idéntico significado, como las que engendraron los verbos portare (de donde transportar, ”que lleva de un lado a otro”), ferre (como en somnífero, “que lleva el sueño”) y gerere (origen de beligerante, “que lleva la guerra”). De manera que, aceptando que no podría sobrevivir contra tantos enemigos, tel- descuidó el hecho de llevar algo de un lugar a otro, y atendió al propio hecho de llevarlo a cuestas, con lo que pasó a significar “llevar un peso encima”. De esta manera llegamos al latín arcaico, en el cual la raíz ha cambiado a tol-, y tras haber dado muestras de su tolerancia decide poner a prueba la de sus nuevos vecinos. Aunque no hay ningún rastro de su existencia, la reconstrucción lingüística supone que, puesto que dicha raíz hace referencia al peso, se habría acercado a otra palabra que designaba la carga o peso que se lleva encima, onus, oneris, y por imitación se habría creado un supuesto tolus, toleris con el mismo significado. La paz se impone gracias a la tolerancia, entendida como que uno cede sus derechos y el otro mantiene intactos los suyos, y a partir de este punto los conceptos se habrían bifurcado: onus se concentra en el objeto que pesa, y crea el verbo onerare “pesar”, del cual deriva el adjetivo oneroso “pesado, gravoso”; por su parte, tolus se mantiene fiel a su raíz y se fija en el sujeto que lleva el objeto que pesa, con lo que dará lugar a tolerare “llevar un peso encima”. Parece que nuestro flamante verbo ha encontrado su lugar en el diccionario donde vivir solitario y feliz, pero sus viejos amigos siguen empeñados en integrarse con él. Los verbos portare y ferre mantienen intacto su significado de “llevar o portar una cosa”, pero subrepticiamente recurren a la preposición sub “debajo” para dirigir su atención al portador de esa cosa, y crear derivados que significan asímismo “llevar un peso encima”: es el caso de sub portare > supportare > soportar, y de sub ferre > sufferre > sufferire > suffrire > sofrir > sufrir. Una vez más, tolerare decidió no incomodar a sus sinónimos en aras de la paz y la armonía, y les dejó el campo libre: el sentido físico de llevar el peso de un objeto se va haciendo cada vez más raro, y en la época clásica tolerar se aplica de manera casi exclusiva al aspecto moral de llevar el peso de apuros y disgustos inmateriales. Sin embargo, ¡ay!, la resignación se suele tomar por síntoma de debilidad, la continua generosidad sin exigir un trato recíproco acaba causando la completa ruina, el que siempre ofrece su mano termina con el brazo arrancado, y la amenaza de la tolerancia cero ajena resurge en cuanto uno muestra tolerancia absoluta. Tanto soportar como sufrir vuelven a invadir el espacio léxico de tolerar, y migran al sentido espiritual del peso que causa fatigas y dolores al alma. Y es entonces cuando tolerar deja por fin de tolerar que le afrenten de esa manera y adquiere su pleno sentido clásico: se aparta de sus sinónimos una vez más, y vuelve a cambiar de significado, pero en esta ocasión a “resistir, aguantar, permanecer”. Y lo primero que hace es dirigir esta acepción contra sus rivales, que aunque vuelven a arrimarse a él, se encuentran esta vez con que tolerar ya no retrocede, sino que permanecerá inamovible en su posición durante mucho tiempo. Llegará un momento en que todos ellos se resignen a la mutua vecindad, e incluso a una fusión por la cual compartirán espacio en la misma entrada del diccionario: si buscan el significado de cualquiera de estos verbos, entrarán en un bucle en el que cada uno de ellos remite a su vez a los otros. No obstante, como es sabido la constancia acabará premiando a tolerar, que en el futuro se pintará con los alegres colores de la permisividad, la condescendencia y el respeto. Por su parte, soportar compaginará con calculada ambigüedad el sentido aséptico de sostener un peso, y los viejos tintes peyorativos de aguantar el pesado peso; e incluso, las fuerzas que se precisan para llevar el peso a cuestas le darán el valor positivo de “dar fuerza, ayudar” por influjo del anglicismo support, tal como podemos ver en la terminología informática de “soporte de aplicaciones”, o con los hooligans o supporters que dan fuerzas y ánimos a su equipo, e insultos y botellazos al contrario. Peor suerte correrá sufrir, que en el habla común se hará sinónimo de “soportar un daño físico o moral”, con lo que va a degenerar en “padecer un dolor”; y eso se manifestará incluso cuando se pretende el sentido científico y objetivo de “atravesar un proceso”, cual bebé por el canal del parto: sufrir un cambio siempre parece ser algo traumático, aunque al final resulte indoloro e incluso satisfactorio.

 

La tolerancia latina no es permisiva ni respetuosa, sino militante contra lo que está obligada a llevar sobre los hombros: planta con firmeza los pies en el suelo y resiste impertérrita el embate de sus oponentes, dispuesta a permanecer en su posición sin ceder un palmo de terreno. De hecho, este sentido militar abundará en los textos clásicos, pero escorado hacia el aspecto auxiliar de la intendencia y la logística, que comprende las vituallas y suministros del ejército. A fin de poder sostener la posición en el combate, lo primero que debe hacer el legionario es sostener su propio cuerpo, así que desde muy temprano el verbo tolerar se aplica a las necesidades básicas del sustento. Tolerare famem, tolerar el hambre, dice Julio César, no como sinónimo de aguantar las ganas de comer, sino de calmarlas y satisfacerlas: es decir, alimentarse. A partir de aquí, tolerar equivale a mantener en sentido amplio a los soldados, a quienes no sólo hay que alimentar, sino también pertrechar de armas, suministrar material, y por supuesto pagar una soldada. Sin embargo, el éxito del legionario romano al enfrentarse a sus enemigos no radica sólo en mantener una buena posición defensiva, mientras aguanta los puyazos de cientos de lanzas y espadas, sino en pasar a continuación al ataque con expertas maniobras. Y así como tolerar el hambre significa propiamente eliminarlo, el romano tolerante pasa de soportar lo que le disgusta a combatirlo con fiereza. Es el caso de una expresión habitual, tolerare vitam, soportar la vida, que para los pragmáticos romanos no implica resignarse a sufrir en un valle de lágrimas, aplastado bajo el tedio de la existencia, sino todo lo contrario: ganarse la vida, hacer frente a sus pesares y miserias, con los brazos o los puños si es preciso, empujado por la rabia o el mero instinto de supervivencia.

 

Tras esta etapa belicista, nuestro querido verbo no tardará en aburguesarse y adoptar una resistencia pasiva: como no puede exterminar lo que se le hace insoportable, decide habituarse a su compañía. Su nueva dirección se empieza a vislumbrar en el momento en que abandona la jerga de los austeros militares por el pico de oro de los filósofos, acomodados en sus triclinios mientras elucubran vaguedades durante un opíparo banquete. Y los más conspicuos serán los pensadores estoicos, como Séneca, en cuya pluma la toleratio > toleración, la acción de tolerar, empieza a adquirir un toque fatalista de resignación, que es lo mismo que rendición, ante lo inevitable. De este modo, cuando postulan la necesidad de tolerar la pobreza o la esclavitud, no llaman a las armas o a los decretos legales para combatirla, sino que, siendo imposible que desaparezca, la única solución es aguantar con el semblante impávido y el ánimo sereno, con la única esperanza de que se suavicen sus efectos. Es tiempo después el Cristianismo, a través de la Vulgata, la traducción de la Biblia al latín del populacho, el que asuma esta acepción, y haga deslizar el aguante por la senda del sufrimiento. Llevar sobre los hombros lo que nos produce dolor, como Cristo llevó la cruz, lleva la dicha al alma en espera de la resurrección que éste gozó y nos prometió. La corona de espinas no sólo fortalece cuerpo y espíritu como el sarmiento a un legionario, sino que es la llave que abre el penoso camino hacia la salvación. Todo cuanto padecemos es bueno puesto que lo ha querido Dios y nos sometemos a su voluntad. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el Señor. Bienaventurados los que sufren, es decir, los tolerantes, porque de ellos será el Reino de los Cielos. Dios compensará su entereza ante el dolor: si no en esta vida, sin duda cobrarán con intereses en la otra. Y así es como la vieja tolerancia se irá asimilando a la patientia > paciencia: la virtud de la Pasión, de padecer con calma y en silencio, sostenida por la esperanza en que la deuda se pague, los males se curen y la justicia se cumpla.

 

Un ejemplo de lo que nos produce dolor, aunque no quede claro en qué medida conducirá a la salvación de nuestra alma, es la prostitución, materia en la cual vemos el futuro rumbo de la tolerancia. La lujuria, el sexto pecado en orden de importancia para el Decálogo de la Iglesia, ha tendido sin embargo a convertirse desde siempre en lo primero de que hablan sus sermones. Por más que les exhorten a dominar los apetitos carnales para fortalecer su cuerpo y adecentarlo como templo del Espíritu Santo, los díscolos fieles no se muestran dispuestos a aguantar tan indecible sufrimiento, ni aun bajo la amenaza de peores tormentos en la ultratumba. Siendo imposible borrar la concupiscencia, hay que encauzarla de manera realista, y la primera medida la propone San Pablo: en vez de arder, en la cama y en el infierno, casaos. Siglos después, San Agustín adopta una postura más progresista y pragmática: en vez de arder, iros de putas. Ante todo, el de Hipona deja claro que la prostitución es fuente de pecado, contra la que nunca son suficientes las condenas y anatemas, y que se debería erradicar de esta sociedad enferma que el Cristianismo ha venido a redimir. Ahora bien, a la hora de llevar la teología a la práctica, nuestro santo advierte a la Iglesia de los peligros de que desaparezcan las prostitutas, bien mediante la prohibición o por exceso de celo en los sermones. Si los hombres no se pueden aliviar con ellas, no buscarán consuelo en el templo ni se mortificarán con cilicios; en su lugar, tendrán amantes, se masturbarán en público, violarán a sus vecinas, harán uso del matrimonio con fines recreativos y no procreativos, y extenderán la impudicia fuera de los cotos cerrados y marginales de los burdeles. Lo que algunos tomarían por cinismo o hipocresía no es sino una sutil penetración en los oscuros recovecos del alma humana. Las prostitutas son un mal, pero la lujuria es el Mal, que librada a su antojo podría desatar pasiones más destructivas como la violencia o el odio. El único remedio es taparse la nariz y simular que las putas no existen, y por tanto no son ilegales ni se las puede perseguir, ni mencionarlas salvo como mitos que al parecer se hallan a mil kilómetros de distancia, fuera de la vista y el alcance de las personas decentes. Así es como la tolerancia entra en relación con el concepto del mal menor, y se convierte en la virtud de soportar el mal necesario para evitar males mayores: entre lo malo y lo peor, es preciso elegir lo malo. Del mal, tomar lo menos, dice el sabio, lo que alegará siglos después el Arcipreste de Hita para preferir las mujeres pequeñas a las grandes; nosotros, más pusilánimes, lo usamos a diario en la síntesis “menos mal”, que expresa nuestro alivio no porque haya ocurrido el menor de los males, sino especialmente cuando no ha ocurrido ningún mal. A día de hoy, siguen existiendo en las ciudades, aun de manera oficial y sometidas a impuestos y reglamentos, Zonas de Tolerancia como eufemismo de Barrio Rojo, donde la prostitución está permitida, controlada y, sobre todo, confinada.

 

Llegados a este punto, el tolerante muestra una actitud ambivalente que raya en la esquizofrenia. Por un lado, renuncia a la lucha y se rinde ante algo que, o bien no puede vencer, o bien obtendría una victoria pírrica, por cuanto las posibles ganancias no compensan los enormes sacrificios causados ni los daños futuros. Por otro lado, al tiempo que se siente inferior ante lo invencible, se considera superior a ello, y se arroga la facultad de disponer de su destino. Se encuentra ante algo que quizá debiera prohibir, que desea prohibir, que lo más justo y coherente sería prohibir; pero aun así lo permite para evitar problemas más graves, o porque hoy ha gozado de un plácido sueño y un húmedo despertar, tal que su noble corazón rebosa generosidad; pero dejando claro que quizá al día siguiente ya no se muestre tan magnánimo, o que estime más prudente eliminar lo que ayer convenía autorizar. La tolerancia pasa a ser una virtud del poderoso, que deja vivir el mal con el consuelo de que podría matarlo cuando quisiera. Por encima de todo, es una facultad del Todopoderoso, quien deja actuar al demonio en aras de un bien superior – que el hombre se gane la salvación con el sudor de su alma – o para evitar males mayores, como sería la supresión del libre albedrío y la reducción del hombre a mero animal instintivo. Y en el escalón inferior, en unos tiempos en los que el Trono y la Cruz gobiernan en comunión aunque se disputen la primacía, el mal religioso y moral se diluye fácilmente en el mal político y social. Santo Tomás de Aquino advierte al rey cristiano, que pretende legislar según los preceptos de la Iglesia, de que no sólo está legitimado para permitir en ciertos casos la transgresión de esos mismos preceptos: tiene la obligación moral de hacerlo, so pena de reprobación por querer ser demasiado cristiano. A los zelotes los vomitará Dios.

 

A la vista de tan profundas disquisiciones teológicas, no es extraño que el verbo tolerar, refugiado en el latín de los eclesiásticos, se hubiese perdido en el habla común, razón por la cual no evoluciona hacia toldrar. Fosilizado en tan cultos ambientes, el término se abrirá por fin al público cuando la interferencia entre religión y política estalle de manera sangrienta. Durante el Medievo, se soportaban las transgresiones contra los Mandamientos siempre que se reconociera la validez y autoridad de éstos, y que había que cumplirlos aunque resultara una labor insufrible; cuando se colmaba la paciencia de los fieles, y desafiaban los preceptos con ánimo de suplantarlos por otros, la heterodoxia y la herejía eran aplastadas sin misericordia. Ahora bien, con la Reforma protestante los reyes europeos se encontraron dentro de sus fronteras con una herejía tan firme y extensa que no pudieron exterminarla tras décadas de degollinas y guerras sin cuartel. Los ciudadanos heterodoxos no sólo resistían con igual fiereza, sino que estaban apoyados por países vecinos de su misma religión, con lo cual la guerra civil devenía en internacional, y los estragos eran más profundos y duraderos. Ante el riesgo de ruina definitiva del país, muchos soberanos hubieron de claudicar: cada cual tenía libertad para decidir la religión oficial de su estado, la única eterna y verdadera, pero con gran repugnancia y sentimiento de culpa toleraba, es decir, permitía el culto de las demás confesiones cristianas, en aras de la convivencia y la paz. El término tolerancia pasa a definir el permiso o licencia que concede a disgusto la autoridad para quebrantar sus propias normas; ojalá no existieran las chinches, las putas ni los cismáticos, pero siendo imposible eliminar su infección, sólo nos resta aceptar su presencia.

 

Así pues, se establece una relación de desigualdad entre el tolerante, que puede conceder o retirar el permiso a voluntad, y el tolerado, que simplemente aspira a que se lo concedan y lo mantengan. Por supuesto, como el tolerante no está convencido de la bondad, sino de la utilidad, del permiso, acostumbra a retirarlo en la práctica y aun de modo oficial. El tolerado se halla a merced de los caprichos del tolerante; y ante el continuo temor a verse discriminado o exiliado, exigirá que su libertad religiosa no dependa nunca más de un permiso. Más aún: el que piensa diferente no está cometiendo ningún mal que el gobernante perdona cuando le conviene; al contrario, es un derecho que le pertenece, y que hay que respetar. Un cambio de perspectiva que tiene lugar durante la Ilustración y el liberalismo, con su obsesión con los Derechos del Hombre. El término tolerancia se traslada al centro del debate, como el remedio milagroso para alcanzar la paz y estabilidad, y erradicar la injusticia. No obstante, el camino no estará exento de las dudas y contradicciones que aún hoy se mantienen sobre los límites de lo que se puede y debe tolerar. Es el caso de Locke y su Carta sobre la tolerancia, donde al tiempo que postula que el Estado no se inmiscuya en la religión de sus súbditos, defiende la represión contra católicos y ateos por considerarlos enemigos de ese mismo Estado. El mismo Voltaire, a quien se atribuye falsamente el lema por antonomasia de la tolerancia (“No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte por su derecho a decirlo”), clama en su Tratado sobre la tolerancia por la libertad y respeto absoluto de todas las creencias y personas; a excepción de los fanáticos, ya que siembran la discordia y el odio en la sociedad. No se puede tolerar a los intolerantes, sin importar que tal actitud nos debiera incluir en el bando de los proscritos.

 

Y ya conocen el resto de la historia. La libertad religiosa acabó por adquirir fuerza de ley durante la Revolución Francesa y las constituciones surgidas a su vera; y ello dio alas para exigir la libertad de pensar y opinar sobre cualquier aspecto de la vida privada o pública, fuese el nudismo, los besos en el parque, la educación de nuestros hijos o el régimen político; y cómo no, la sempiterna prostitución. La palabra tolerancia ha triunfado como símbolo de libertad, e incluso de igualdad, que nos permitirá alcanzar la fraternidad: todos tenemos el derecho a ser tolerados, y la obligación de tolerar a todo el mundo. En la práctica, al tiempo que no toleramos que nadie se arrogue el derecho a permitir o negar nuestros derechos, nos reservamos dicho derecho con respecto a los demás. A las conductas que juzgamos perjudiciales, respondemos con tolerancia cero; a las que juzgamos intolerantes, respondemos con doble cero. A pesar de los miles de ensayos que tratan de delimitar de modo objetivo la tolerancia, en última instancia la frontera la fija nuestro modo de ver el mundo, como los reyes y dioses absolutos de los que tanto abominamos. Gran parte de la culpa proviene de un término cuyas diversas acepciones mezclamos a nuestro antojo: unas veces, la tolerancia clama al respeto debido; otras, al permiso que concede nuestra autoridad moral. Y siempre en el fondo de sus contradicciones late su oscura genealogía, soportar con fastidio y resignación lo que aborrecemos, y que tiñe nuestro pensamiento por más que tratemos de olvidarla. Menos mal que siempre nos la recuerdan los sociólogos que recalcan que la debilucha juventud actual no tolera el fracaso, o los médicos que advierten en nuestro historial que mostramos intolerancia a la aspirina.

 

En fin, mucha palabrería, y seguimos sin resolver hasta dónde debemos tolerar, ni si está en nuestras manos tolerar, ni siquiera si es adecuado emplear el término tolerar. Aquí somos un tanto legitimistas, y nos gusta conservar la etimología, es decir, el verdadero significado de las palabras. Por otro lado, nuestro objetivo es analizar cómo han evolucionado a lo largo del tiempo; y resulta un tanto absurdo maravillarse por cambios ocurridos hace diez siglos, y escandalizarse por los que ocurrieron hace diez años. De modo que habrá que resignarse a que la vieja y combativa tolerancia se deslice hacia el respeto, la aprobación y el amor incondicional. Lamento haber puesto a prueba su tolerancia a mi ausencia durante varios meses, pero confío en que hayan aprendido a aceptar serenamente su dolor y soledad. Les pido asímismo que toleren que no les garantice que no volverá a ocurrir; o también pueden reconocerme ese derecho, ya puestos.

¿Qué es real? ¿Cómo definirías lo real? Las palabras de Matrix han resonado en la conciencia de la Humanidad desde los tiempos de Platón. ¿Cómo diferenciar un objeto de la sombra que crees ver reflejada al fondo de la caverna? Estás encadenado a tu mente y a tu cuerpo, y por una cruel paradoja sólo a través de ellos puedes descubrir lo que existe fuera de ellos. Lo que percibes es real, y lo que piensas, irreal, ¿o es al revés? Si, como decía Schiller, el universo es un pensamiento de Dios, ¿qué ocurriría si no pudiese despertar de su sueño? Vives en un mundo de apariencias e ilusiones, que si carecen de cuerpo lo suplen con un exceso de alma: la vida sólo es real cuando afecta a tu vida real; la Muerte no es sino una palabra hasta que la ves ante tus ojos. Mas siempre han creído los hombres que en las palabras reside el poder de conjurar la realidad, y aquello que carece de nombre parece desvanecerse. Monstruos innombrables rondaban en la oscuridad, lejos de la hoguera donde el brujo hacía surgir la vida en cuentos bellos y fascinantes, que sólo un necio arruinaría mostrando su falsedad. La realidad es dolorosa y cierras los ojos para matarla, pero sigue haciendo daño porque sabes que acecha ahí fuera. Pocas cosas hay más placenteras que estar completamente loco y gozar en plenitud de tu mundo de sueños; y pocas más aterradoras que esos momentos de lucidez en los que eres consciente de que te estás volviendo loco. La ignorancia es la felicidad.

 

La palabra real procede del latín tardío realis, que es a su vez un adjetivo derivado de res. ¿Y qué significa res? En un artículo anterior hablábamos de cómo, para vencer nuestra ineptitud a la hora de aprender idiomas, asociábamos una palabra con un único significado, y lo repetíamos por doquier sin pensar que existiera ningún otro. En el caso del latín sucede lo mismo; de todas las palabras que intentamos aprender en la escuela, dos se nos han grabado indelebles como símbolo de esa lengua: rosa, rosae como modelo de declinación, y res, rei con el significado de “cosa”, de la cual procedía la res publica, la cosa pública, la República. ¿Y es eso cierto? Pues… sí, pero no. Ciertamente, “cosa” fue uno de los múltiples significados que tuvo res en la época romana, pero no el único, ni el más importante. Y no se corresponde fielmente con lo que significa real, ni tampoco con república.

 

La etimología de res nace en la raíz indoeuropea rei- o ree, que quiere decir “dar, otorgar, conceder”. La res no sólo indicaba un concepto absolutamente real, sino muy material: eran los bienes que se transmitían de padres a hijos, de suegros a yernos, de jefes a súbditos, de hombre a hombre, en forma de herencia, dote, regalo o intercambio comercial. Por lo tanto, aunque lo real se equiparaba a lo tangible, no lo integraban de ningún modo las “cosas” indeterminadas e incluso despreciables tal como las entendemos ahora, sino las posesiones concretas que constituían la hacienda, el ajuar, el patrimonio de una familia: vestidos, aperos, utensilios, adornos, y también animales, casas o tierras de labranza. El que poseía mucha res, una gran cantidad de bienes, era alguien bueno como vimos en su momento, y distribuía parte de ellos entre sus deudos para asegurarse su fidelidad; de igual modo, la raíz que nos ocupa produjo palabras en sánscrito y antiguo iranio con el significado de “rico, opulento”, “abundante, fértil”, o “presente, regalo, favor”. Asímismo, este sentido de propiedad también sobrevivió en latín, donde se conservó en expresiones jurídicas o fijadas por el uso. Por ejemplo, es famoso en Derecho romano la consideración de un esclavo como res; pero no porque fuese “algo”, una cosa amorfa, un animal infrahumano, que perdía su alma y volvía a recobrarla milagrosamente al ser liberado, sino porque, si bien seguía siendo “alguien”, un ser humano, era un bien propiedad de otro, y carecía de derechos individuales y políticos, los cuales adquiría o recuperaba con la manumisión.

 

A partir de este concepto originario, “bien material propiedad de alguien”, la palabra res irá acumulando nuevos significados a través de un proceso múltiple plagado de desvíos e intersecciones, que intentaremos explicar a continuación.

  • Por un lado, se fijará en el sentido de “bien”, el cual se diferencia de un objeto normal en que resulta beneficioso, es decir, útil, a su poseedor, razón por la cual lo conserva. Mediante un simple mecanismo de abstracción, del bien útil nos deslizamos a la cualidad genérica de útil, y de este modo res pasa a significar también “interés, beneficio, utilidad, ventaja, provecho”. Pero el proceso no acaba aquí: ya dijimos que los bienes pueden pasar de mano en mano a través del intercambio comercial, una de cuyos requisitos es que exista beneficio para ambas partes. De esta forma, el interés particular se amplía al interés mutuo, y nuestra palabra pasa a significar también “negocio, trato, contrato”.

  • Por otro lado, res se concentrará en el sentido de “material”, y lo ampliará a todos los objetos que aparecen ante nuestros ojos, aunque nos resulten inútiles, deleznables e incluso peligrosos: un guijarro, una rama podrida, una bosta de vaca, etc. En suma, esta acepción es la más cercana a lo que ahora entendemos por “cosa”. Ahora bien, entre los bienes materiales que entraban dentro de la categoría de res se encontraban también los animales que tenía la familia. En el momento en que la palabra amplía su significado a todos los objetos inanimados, también lo hace a todos los animados, incluidos los inocuos, perjudiciales y monstruosos: es decir, pasa a significar “ser, ente” en general, pero sigue conservando su carácter animal, de modo que no incluye a los humanos excepto en un contexto peyorativo.

  • Y por último, se fijará en el sentido de “propiedad de alguien”, donde se establecen varias ramificaciones semánticas. En primer lugar, amplía el significado a todo tipo de objetos con dueño, materiales o inmateriales: se convierte en sinónimo de “asunto, tema que concierne a alguien”, y que a su vez se ve contaminado por la acepción de “interés” que vimos antes. En segundo lugar, se amplía a todo lo que es propio no de alguien, sino de algo: no se trata sólo de los asuntos de una persona, ni siquiera los de una colectividad, sino los relacionados con cualquier concepto o ámbito de actuación; así, tenemos los asuntos divinos, militares, filosóficos, económicos, literarios, etc. In medias res, recomendaba Horacio empezar una narración: en mitad del asunto, dejándose de aburridos prolegómenos, sino sumergirle de golpe en el meollo de la historia, y que se fuese empapando sin dilación de los personajes y sucesos que se le presentan uno tras otro. Cada uno de esos ámbitos, por lo tanto, posee res en la triple acepción de bienes que le pertenecen, asuntos que le son propios, e intereses que le conciernen. Y esto se cumple también en los dos ámbitos principales de los romanos: el privado o familiar, res familiaris, y el público o político, res publica. De forma que república no significa eso tan vago de “cosa pública”, sino “bienes de propiedad pública”, que luego se generaliza a “asuntos e intereses propios del ámbito público”. No tardará en producirse una nueva transferencia semántica, y la república pasará a ser simplemente el “ámbito público”, y de ahí “el Estado” que lo dirige y regula, donde todos sus bienes, asuntos e intereses se dan por sobreentendidos.

 

En última instancia, es inevitable que todas estas acepciones se mezclen, y res pase a abarcar todo tipo de objetos concretos, materiales e inmateriales, útiles e inútiles, con o sin dueño. Se convierte en sinónimo de “acto, hecho, suceso”, con el sentido de acción cumplida, materializada, que ha existido en realidad, en oposición a los dichos, opiniones, temores o rumores, que pertenecen al ámbito subjetivo, probable pero también imposible. Cuando esos actos forman parte de las viejas leyendas que tanto gustaban a los romanos, res pasa a significar también “hazaña, gesta”: Res populi romani, las gestas del pueblo romano, como subtituló Livio a su gran historia de Roma. Nuestra querida palabra puede significar cualquier cosa concreta, lo que lleva como corolario que no signifique nada en concreto. Adquiere un sentido vago, indeterminado, que le permite incluso funcionar como eufemismo de lo que el pudor condenaba: si quieres indicar la mierda, el sexo, sin mencionarlo por su nombre, te queda el recurso de hablar de “eso”, “esa cosa”, esa res. El último paso es que llega a perder todo significado en ciertas expresiones latinas; por ejemplo, cuando va seguida de un adjetivo, sólo significa ese adjetivo en género neutro: res divinae, los asuntos divinos, se traduce por “lo divino”, res militaris por “lo militar”, res publica por “lo público”, etc. Otra de esas expresiones fue res nata, “lo nacido o natural”, que se generalizó a “lo hecho, lo existente, el asunto”; en latín medieval se empieza a usar principalmente en construcciones negativas: non res nata, “no hay asunto”, rem natam non fecit, “no hizo el hecho”, de forma que la antigua frase latina adquiere el sentido de “nulo, insignificante, inexistente”. De la primera expresión procede por un lado el catalán res, y por otro el castellano non nata > non nada > nonada (de donde viene anonadar, “reducir a la nada”), que finalmente se convirtió en nada; mientras que de la segunda expresión en acusativo proceden el francés rien y el galaicoportugués ren.

 

Uno de los ámbitos de que hablábamos anteriormente siempre tuvo una gran relevancia en el mundo romano: la Ley y el Derecho. Fue tal su importancia, que res no sólo significó “asunto en general”, sino en multitud de ocasiones “asunto judicial”, es decir, los pleitos y litigios que tanto gustaban a los aprendices de orador. Cuando tu esclavo se escapaba, o el vecino robaba los frutos de tu higuera que caían en su huerto, o te sentías lesionado en cualquiera de tus derechos, siempre podías acudir a los tribunales para practicar una reivindicación < rei vindicatio, es decir, reclamar lo que te pertenece. Entonces se iniciaba una res, es decir, un proceso o causa, todo lo relativo al cual se denominaba reus, un adjetivo derivado de res. Lo más importante de un litigio son, como es obvio, los litigantes, de forma que reus pasó a denominar específicamente a cualquiera de ellos. Y siguiendo el proceso lógico, lo esencial para que exista un litigio es que haya alguien contra quien se entable aquél, de manera que reus pasó a ser el demandado, acusado, procesado. Y como suele suceder, las más de las veces el demandado era considerado responsable < re spondere, es decir, que estaba atado, vinculado, ligado, desposado < sponsus con los actos o res de los que se le acusaba. Y fue con este sentido de “condenado” con el que reus se convirtió en nuestro reo. Reo de la fortuna, llamaban los romanos a quien consideraban responsable de la mala fortuna; reo de sus palabras, se dice de los bocazas que prometen y hablan más de la cuenta.

 

Y como colofón, ¿qué relación existe entre res y las reses que pacen en los prados? Según la Real Academia, la res o cabeza de ganado procede del árabe ra’as “cabeza”, palabra emparentada con rais “cabeza de tribu, cabeza del Estado”, título que se solía aplicar a Sadam Hussein. Otros, por ejemplo Coromines, sostiene que eso es imposible por razones fonéticas: de ra’as habría derivado ras, palabra que nunca aparece en textos medievales, sino únicamente res; por otra parte, habría que haberle antepuesto el artículo como a los demás préstamos árabes, de manera que el resultado habría sido al-ras > ar-ras > arrases o arraces, pero no reses. Y por si fuera poco, el ras árabe es masculino y su derivado habría mantenido ese género. De modo que los indicios apuntan a nuestra res, palabra que ya era femenina en latín, y que como hemos visto significaba originariamente “bienes en propiedad”, incluidos los animales. Aparte que res con el sentido de “objeto, cosa” no fue raro en castellano antiguo, donde se conservaron calcos del latín como los ya vistos res familiares, res pública, o res nada.

 

¿Qué es, entonces, lo real? Pues todo lo que existe, como ya sabemos, y que está basada en una res, sea ésta un objeto, ente, hecho o asunto. El pensamiento es real, pero los pensamientos no lo son, aunque muchas veces desearíamos que lo fueran. Por suerte, cuando la realidad nos atenace con su aterradora presencia siempre podemos escapar de ella a nuestro mundo irreal, o crear una nueva realidad virtual. Y si nos resulta aburrida, ¿por qué no hacer de ella un espectáculo, un reality show?

 

 

Es paradójico que los elementos constituyan un tema sumamente complejo, y que el modo de explicarlos resulte bastante complicado en vez de elemental. Sería tentador desdeñar las dudas con el mítico “elemental, querido Watson”, pero lo cierto es que siempre reaparece el fantasma del insigne Eugenio D’Ors: “¿Está suficientemente claro? Pues bien, ¡oscurezcámoslo!”. Quizá el problema radique en que, por muchos títulos de los que hagamos gala, seguimos teniendo una capacidad expresiva propia de estudios elementales: desconocemos muchas palabras, nos repetimos como tartamudos, perdemos el hilo del discurso, damos rodeos en vez de ir al grano, y lo acabamos enrevesando todo. ¿Hablamos del lector o del escritor? Juzguen ustedes mismos.

 

Para empezar a complicar los elementos, vamos a hablar de una raíz que no tiene ninguna relación etimológica con ellos: la indoeuropea steigh-, “caminar, andar, paso”, que ha experimentado una evolución muy curiosa; en unas lenguas se fijó en el acto concreto de andar, que incluso derivó a significados como “llegar”, “atacar” o “cabalgar”, pero en otras se fijó en aquéllos que andaban. Por ejemplo, en griego produjo el verbo steicho, que alteró el significado original cuando se trasplantó al modo de andar de un grupo de personas: si son ustedes una pandilla que se dirige al bar pueden hacerlo como deseen, en parejas, por separado, u ocupando toda la acera; pero si son soldados, los que hicieron la mili recordarán cómo les enseñaron a marchar en formación, es decir, en una o varias filas, uno detrás de otro. Este sentido militar, de avanzar en líneas ordenadas, fue el que prevaleció al final en el verbo steicho.

 

Por su parte, en las lenguas germánicas, la raíz también se fijó en el acto de andar pero sobre todo hacia arriba, sin importar el orden en que se hiciera, y de ahí nació el verbo steigen “marchar, ascender”. De él derivaron palabras que se fijaron en lo andado, es decir, el sendero, pero impregnado del sentido ascendente del verbo. Es el caso del anglosajón staeger, del cual procede el inglés stair, cuyo significado original es “cuesta arriba”, en especial por una pendiente abrupta que exige apoyarse en escalones naturales, y de ahí el significado actual de “escalera”. Esta referencia al sendero nos lleva a una palabra latina cuya etimología no está nada clara: vestigium -> vestigio. Su significado original es “pisada, huella del pie”, y en principio se aplicaba a la que dejaban animales y hombres en el sendero, si bien ahora se ha extendido a todo rastro material o intelectual que nos indique la presencia en el pasado de alguien o algo. Es posible que -stigium sea el modo en que la raíz steigh- pasó al latín con el significado de “paso”, pero no es seguro, y sobre todo, se desconoce el origen de ve-. Algunos sugieren que sería una aliteración de best-stigium, “paso de bestia”, pero hay que tener en cuenta que bestia se aplicaba inicialmente a los animales salvajes, y sólo después pasó a los bueyes y demás bestias de carga. La explicación que más me convence es la que la hace derivar de ver-stigium, y éste a su vez del verbo verre, que significa “barrer” pero originariamente “arrastrar por el suelo, dejar surcos”: de modo que verstigium significaría “paso arrastrado, paso que deja surco o huella”. Pero sigue siendo una elucubración y no existe ningún fundamento sólido para darla como válida; incluso es posible que stigium proceda de stingium < stingere “pinchar, marcar”, o de stringium < stringere “cerrar, estrechar”, como se piensa que ocurre con fastigium > fastigio y praestigium > prestigio, palabras que en principio no tienen ninguna relación con la raíz que nos ocupa. En todo caso, supongo que ya sabrán que investigar < in vestigare significa “coger los vestigios”, es decir, buscar huellas, aunque ahora sean las de las manos más que las de los pies.

 

Es tiempo de reincorporarnos a la fila de soldados griegos que dejamos marchando al final del primer párrafo. La columna que avanza en línea tiene que detenerse una vez llega al campo de batalla, pero a fin de ser efectiva debe mantener esa misma formación. Así que del verbo steicho nació el sustantivo stichos, con el significado de “línea de soldados de la falange”, pero que no tardó en generalizarse a una línea o hilera compuesta de cualquier cosa, fuesen niños de excursión, árboles junto al camino o baldosas en el suelo. Sin embargo, el sentido que acabó por prevalecer fue el de “línea de escritura”, es decir, “renglón, verso”, del cual hay varios derivados en poesía. Por ejemplo, en la poesía grecolatina eran muy habituales las miniestrofas de dos versos, por lo general un hexámetro seguido de un pentámetro: esa composición se llamaba dístico < distichos, formado a partir del adverbio dis “dos veces”. Otra composición, que conocerán los aficionados a los anagramas, consiste en una sucesión de versos, cuyas letras situadas en los extremos, sea el inicio o el final, forman un vocablo o frase: son los acrósticos < akrostichos, que incluye akros “extremo”. Y por último, cuando un verso es muy largo se suele dividir mediante una pausa o cesura en dos mitades, cada una de las cuales se llama hemistiquio < hemistichion, de hemi “medio, mitad” y stichos “línea, verso”.

 

Debido a que, como hemos dicho, stichos concentró su significado en “línea de escritura”, se hizo necesario un nuevo sustantivo que mantuviera el significado de “línea ordenada en general”. El elegido fue stoichos, una variante dialectal del anterior, que no tiene ninguna relación con stoikos > estoico: esta palabra deriva en realidad de stoa “columnata, pórtico”, procedente de una raíz que significa “estar quieto, firme, estable”; el motivo es que Zenón de Citio, el fundador de la doctrina, daba sus lecciones bajo un pórtico de Atenas. De stoichos nació otro verbo, stoicheo, que regresó al sentido original de “marchar en línea ordenada”. Fue muy empleado posteriormente en el griego eclesiástico, donde adquirió el sentido moral de “proceder según un orden”, y de ahí “vivir, marchar en la vida según un orden o una regla”; lo que hoy llamaríamos “línea de conducta”, que en su caso era la ética cristiana. Pero no nos adelantemos, porque lo más importante es que, así como stoichos fijaba su significado en la línea continua, un derivado suyo, stoicheia, volvió a fijarse en que toda línea está formada a base de puntos. Desde este punto de vista, una línea es una serie o sucesión de componentes, que como ya hemos dicho podían ser soldados, árboles, baldosas o incluso las palabras que forman un verso. Pero todos estos componentes están formados a su vez de otros, hasta que por fin llegamos a los componentes básicos, primordiales, originales. Stoicheia pasó a entonces a significar “serie de componentes básicos”, y de ella derivó el sustantivo stoicheion, “componente básico de una serie”: por ejemplo, los números que conforman las matemáticas, las notas que conforman la música, o las letras que conforman el lenguaje.

 

Si todo esto les parece un rollo, esperen a que nos metamos en harina filosófica. Verán, los primeros pensadores griegos discutieron sobre cuál podría ser el componente primordial de toda la materia: para Tales era el agua, para Anaxímenes el aire, y para Heráclito el fuego. El filósofo Empédocles cortó por lo sano, y decidió que todos ellos eran los principios básicos, a los que sumó un cuarto, la tierra. El nombre que les dio fue rhizoma, “raíces”, a partir de los cuales crecían y se desarrollaban todas las demás sustancias y organismos. Aristóteles integró en su pensamiento esta teoría de los cuatro componentes o esencias básicas (a los que añadió una quinta, el éter, que sería la más pura e intangible, y en última instancia origen de todas las demás), pero sustituyó rhizoma por el ya visto stoicheion. También Euclides empleó la misma denominación en su tratado sobre los principios básicos de la geometría. Cuando todas estas obras fueron traducidas al latín, el nombre que se escogió como equivalente a stoicheion fue elementum > elemento.

 

Ustedes se preguntarán: ¿tanta verborrea sobre una raíz que no tiene ninguna relación con la palabra de la que trata el artículo? El caso es que la explicación es bastante elemental: como nadie tiene ninguna certeza sobre la etimología de elemento, vamos a intentar descubrirla a partir del origen y evolución de la palabra griega equivalente. Como ya hemos dicho, el stoicheion designaba el elemento básico de una serie, pero antes de Aristóteles había dos series a las que los pensadores prestaban mucha atención: los sonidos musicales y los sonidos vocales, que por muchas combinaciones que permitan, en última instancia forman una lista muy reducida. Así como los pitagóricos pugnaron por desentrañar los fundamentos matemáticos de la música, los primeros gramáticos trataron de clasificar los sonidos básicos de su respectiva lengua. Una vez aislado cada sonido, pudo ser fijado en el cerebro para aprender a pronunciarlo correctamente, y luego trasladado a la escritura en forma de letra: había nacido el alfabeto fonético, mucho más fácil de aprender que los alfabetos silábicos e ideográficos anteriores. De este modo, aparte de “componente básico”, stoicheion se empezó a utilizar como sinónimo de “letra del alfabeto”; y stoicheia, aparte de significar “serie de componentes”, pasó a equivaler a “alfabeto”. Es en este punto cuando entra en escena el elementum.

 

Aprender el alfabeto no era propio de analfabetos, es decir, los que no sabían leer ni escribir, y por tanto no tenían necesidad de recitarlo de memoria. Pero los aprendices de escriba se veían obligados a realizar infinidad de ejercicios, copiando una y otra vez las letras sobre tablillas de madera o arcilla. Ahora bien, no escribían las letras como les apetecía, sino siguiendo un orden que ha permanecido casi inmutable desde que los fenicios idearan el alfabeto. Y como la lista de letras es larga, se han conservado muchas tablillas en diversas lenguas que muestran que se escribía en dos líneas: la primera va de la A a la K, mientras que la segunda va de la L hasta el final. Y es aquí donde florecen las elucubraciones, y surge la teoría de que, como el alfabeto se aprendía en dos series, al final se consideró que no había uno sino dos alfabetos, cuyo nombre derivó de las primeras letras de la serie: como la primera serie comenzaba por A, B, G (cuyo sonido y forma pasó en latín a C), se llamó AbeCedarium > abecedario; mientras que la segunda, que comenzaba con las letras L, M, N, se llamó eLeMeNtarium > elementario. Y cuando volvió a considerarse el alfabeto como una unidad, no se le denominó a partir de la primera serie, como hacemos ahora, sino de la segunda; por el contrario, las letras nunca se denominaron abecedum, sino elementum. Y fue así como elementa (plural de elementum), la serie alfabética, pasó a denominar toda serie de componentes básicos, y por eso fue escogida para traducir stoicheia; mientras que el elementum, la letra, se convirtió en la partícula fundamental, el abecé de todas las cosas, el stoicheion.

 

Aunque encierra una cierta lógica, y no es fruto de ningún charlatán sino de especialistas serios, la verdad es que a mi parecer esta teoría suena a etimología popular. Es cierto que elementum significó “letra”, y elementa “alfabeto”, y elementarius “relativo a las letras, al alfabeto” (de donde deriva estudios elementales: aprender los elementos, es decir, a leer y escribir las letras), pero está por ver si ocurrió antes o después de que se les considerara sinónimos de stoicheia y stoicheion. Por muchas tablillas de ejercicios donde figure separado en dos renglones, no existe ninguna evidencia de que el alfabeto no se considerara una sola unidad, ni de que a la segunda serie se le llamara elementarium. Ni se explica por qué en ninguna otra lengua que use un alfabeto derivado del fenicio se ha hallado ninguna palabra que juegue también con las letras L, M, N (por ejemplo, si en griego existe alpha-bet, ¿por qué no existe lambda-my?). Se me antoja una explicación forzada para hacer encajar las piezas, que en todo caso es indemostrable. Es posible que elementum proceda de la elisión de algún verbo, como es el caso de momentum < movimentum < movere, o frumentum < frugimentum < frugire. Tal vez fuese el verbo eligere “elegir, escoger”, cuyo participio es electus, pero en ese caso la derivación lógica sería eligimentum > elimentum; aparte que no vemos ninguna relación semántica con “componente básico de una serie”. O podría proceder de elevare “elevar, alzar” > elevamentum, que muy figuradamente podríamos relacionar con “componente del que se eleva o desarrolla la materia”; pero aquí nos encontramos con la seria objeción de que los verbos de la primera conjugación siempre conservan la -a- en los compuestos y derivados, y no podría elidirse a ele(va)mentum. Incluso hay quien apunta a que podría ser una aliteración del ya visto alimentum > alementum > olementum > oelementum > elementum, y significaría que los elementos serían el alimento que nutre y hace crecer toda la materia; pero resulta una transformación muy brutal y sin parangón. En suma, estamos dando palos de ciego, y quizá la explicación más lógica (y fácil) sea la que hace derivar elementum de algún préstamo desconocido de otra lengua, por ejemplo el etrusco.

Así que ya ven: hemos derrochado decenas de polísticos, “muchos renglones”, así como todas las letras del abecedarium y del elementarium, para concluir que seguimos tan confusos como al principio. Ni siquiera hemos avanzado según una línea ordenada, sino que hemos desertado de la formación en varias ocasiones para plantar nuestros vestigios allá donde nos daba la gana. Los elementos no son un tema elemental, y lo hemos complicado más de lo que ya estaba.